Los 21 de agosto son días muy especiales para mí, en cuestiones espirituales.
Tengo dudas sobre el dogma católico/ortodoxo de la presencia real de Jesús en la hostia consagrada, pero la única iglesia que se me ocurría que podría estar sí o sí abierta al mediodía, es una que tiene expuesto el Santísimo, así que vale, entré. Para variar, estaba en penumbras y solo habían cuatro o cinco personas más. Es tan disimulada que muchos pasan por su fachada sin darse cuenta de que allí, tras la pesada puerta de madera, hay un templo de peculiar belleza.
Mi intención era estar sólo algunos minutos; los que utilicé para meditar concentrándome en las siete velas y sus titilantes reflejos, en la más completa calma y tranquilidad (inusual, por encontrarse en una de las avenidas más concurridas y bulliciosas de la ciudad), hasta que en la lejanía escuché algunos murmullos.
Se me hacía tarde, así que decidí salir; pero la puerta estaba cerrada. Una de las tantas marchas que por estos días hay en las calles del Centro Histórico había degenerado en un enfrentamiento de los manifestantes con la Policía y en el uso de sendas bombas lacrimógenas por parte de ésta, así que el portero optó por cerrar la puerta para evitarnos un mal rato.
La imagen de Jesús de Nazaret, en actitud de bendecir, nos miraba desde uno de los lados, como hablándonos sin palabras.
Volví al templo propiamente dicho y una de las señoras estaba recitando plegarias en voz alta. Nuevamente me senté en la primera fila, por lo demás desierta, y me puse en actitud contemplativa. Fue media hora de insospechada oración, media hora no planificada, como si la divinidad que ahí se manifiesta no hubiera querido que me fuera tan rápido.
Una vez pasado el peligro, las puertas volvieron a abrirse y la gente salió a continuar sus vidas. Cada quien por su lado, pero algo había cambiado. Nadie lo dijo con palabras audibles, pero todos lo sabíamos en el lenguaje sin palabras del corazón. Y eso es lo que verdaderamente cuenta.
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