Eterno verano.

lunes, 21 de agosto de 2017

Teofanía.

Los 21 de agosto son días muy especiales para mí, en cuestiones espirituales.

Tengo dudas sobre el dogma católico/ortodoxo de la presencia real de Jesús en la hostia consagrada, pero la única iglesia que se me ocurría que podría estar sí o sí abierta al mediodía, es una que tiene expuesto el Santísimo, así que vale, entré. Para variar, estaba en penumbras y solo habían cuatro o cinco personas más. Es tan disimulada que muchos pasan por su fachada sin darse cuenta de que allí, tras la pesada puerta de madera, hay un templo de peculiar belleza.

Mi intención era estar sólo algunos minutos; los que utilicé para meditar concentrándome en las siete velas y sus titilantes reflejos, en la más completa calma y tranquilidad (inusual, por encontrarse en una de las avenidas más concurridas y bulliciosas de la ciudad), hasta que en la lejanía escuché algunos murmullos.

Se me hacía tarde, así que decidí salir; pero la puerta estaba cerrada. Una de las tantas marchas que por estos días hay en las calles del Centro Histórico había degenerado en un enfrentamiento de los manifestantes con la Policía y en el uso de sendas bombas lacrimógenas por parte de ésta, así que el portero optó por cerrar la puerta para evitarnos un mal rato.

La imagen de Jesús de Nazaret, en actitud de bendecir, nos miraba desde uno de los lados, como hablándonos sin palabras.

Volví al templo propiamente dicho y una de las señoras estaba recitando plegarias en voz alta. Nuevamente me senté en la primera fila, por lo demás desierta, y me puse en actitud contemplativa. Fue media hora de insospechada oración, media hora no planificada, como si la divinidad que ahí se manifiesta no hubiera querido que me fuera tan rápido.

Una vez pasado el peligro, las puertas volvieron a abrirse y la gente salió a continuar sus vidas. Cada quien por su lado, pero algo había cambiado. Nadie lo dijo con palabras audibles, pero todos lo sabíamos en el lenguaje sin palabras del corazón. Y eso es lo que verdaderamente cuenta.

viernes, 4 de agosto de 2017

Desconectados de lo verdaderamente importante.

"Muy pocas cosas son importantes para alcanzar la Única cosa necesaria".

UNO

Hace algunas horas leí una curiosa noticia llegada desde Europa: un señor de alrededor de 70 años gustaba entrar de madrugada a las aguas de un río para darse un baño. En reiteradas ocasiones los vecinos lo habían forzado a salir, llamando a la Policía y a los Bomberos, porque a su juicio "a lo mejor quería suicidarse"; por más que el individuo les aclaraba con total tranquilidad que sólo estaba dándose un baño, que sabía nadar y nunca estuvo a punto de ahogarse. En los comentarios, la gente opinaba que deberían meterlo a la cárcel "porque la Policía y los Bomberos gastaban dinero de los contribuyentes atendiendo esa falsa emergencia".

Pero la verdad es que el hombre simplemente disfrutaba de lo natural, como siempre lo ha hecho el ser humano desde antes incluso de ser humano; vale decir, como lo hacen desde el lobo hasta las aves al chapotear en algún estanque; pero se convirtió en motivo de extrañeza, crítica y escándalo.

La radical separación entre el humano y la naturaleza es cada vez más patente y viene aparejada con el rechazo a lo Trascendente en la sociedad posmoderna. El hombre (principalmente, el occidental) tiende a rechazar lo divino y se extraña con lo natural, mientras tergiversa su propia naturaleza para amoldarla a sus placeres y quereres más desordenados. Se convence de que sólo con transgénicos, hedonismo, tecnología desechable y tratamientos sofísticados avalados por gurús de la ciencia, su vida podrá ser medianamente soportable; sin recordar (o ignorando ex profeso) que casi toda la Historia de la Humanidad transcurrió entre sembríos y ríos, entre barro y fogatas, entre huertos y bosques, sin mayor iluminación nocturna que el cinturón de la Vía Láctea, y esa enigmática Luna que hace menos de medio siglo recién pudo alcanzar.



DOS
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Me gusta prestarle atención a lo aparentemente cotidiano, intrascendente y simple, porque allí, en lo pequeño, se encuentra lo insospechadamente bello y sorprendente.

Estaba tumbado bajo el techo de calaminas de una humilde casa de la serranía limeña, cuando capturó mi atención el foco que iluminaba tenuemente la habitación. Era del característico modelo bulbar que tiñó nuestras noches de infancia con una acogedora luz amarillenta, como haciéndole un guiño a los fuegos que encendían nuestros antepasados en las cuevas o a los lamparines de aceite que aún hoy acompañan a quienes viven en apartadas tierras. Nada que ver con la fría y deprimente luz blanquecina de los fluorescentes "ahorradores" que prácticamente nos obligan a comprar hoy (a pesar de constituir todo un peligro por el mercurio que contienen y las radiaciones que generan).

La señora de la casa nos comentó que ese foco ya tiene varios años pero que no se quema; lo que me recordó a esa pequeña bombilla que lleva más de 115 años encendida en California, habiéndose convertido en la admiración de muchos (al punto de tener un club de seguidores). Yo lo considero normal y esperable, porque se supone que los objetos deberían estar hechos para durar, como hace un siglo, y no como se hacen ahora: con obsolescencia programada "en nombre del progreso y para hacer viables las empresas". El desmedido afán de lucro y la innecesaria acumulación (lo antinatural impuesto en beneficio de un puñado de ambiciosos) reemplazaron al noble ideal del beneficio general de la gran Familia Humana, que ha terminado relegado al rincón de las extrañezas y las utopías risibles.