Eterno verano.

sábado, 23 de enero de 2016

El ombligo del mundo.

Todo en la vida es cíclico y visto que, como es en lo pequeño es en lo grande (y viceversa), hemos de concluir que no solo se dan ciclos en la vida del ser humano, sino en el universo y en el planeta entero.

Fue hace más de diez años cuando aquel iniciado me lo dijera por primera vez: El planeta pasa por ciclos de varios milenios, donde el centro espiritual del mundo (ese que llama a la gente de todo el orbe a reunirse en busca de la divinidad) va moviéndose de un lugar a otro, haciendo crecer las montañas mediante movimientos telúricos y propiciando ambientes de soledad, quietud y recogimiento.

Me dijo que el centro espiritual de estos últimos miles de años estaba ubicado en los Himalayas, pero que rápidamente esa energía estaba pasando a los Andes, concretamente a las montañas del centro y sur del Perú, al altiplano peruano-boliviano y al desierto del norte de Chile. En algún tiempo veríamos multitud de templos de las más variadas formas y una amalgama de creencias que configurarían una nueva religión, emergiendo entre los cada vez más altos picos nevados de esas regiones. Esa religión sería, probablemente, una mezcla entre lo que actualmente se denomina catolicismo popular (catolicismo + creencias indígenas) y algún tipo de orientalismo de influencia budista e hindú, con prácticas como la yoga y la meditación adaptadas a las nuevas circunstancias. Mientras tanto, Europa volvería a caer en la barbarie (con millones de sus pobladores buscando refugio en América) y Asia caería en la no-creencia.

Lo cierto es que, tras visitar Chilca hace unos días, no pude sino recordar las palabras del viejo iniciado.
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Una glorieta en forma de "platillo volador", una iglesia católica y, al fondo, un templo hinduista de la secta de los Hare Krishna.
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A pesar de tratarse de una localidad (Las Salinas) que no llega a los 700 habitantes, algo hay en ella, un extraño magnetismo de origen desconocido quizá, que hace que los más distintos grupos humanos quieran establecerse o, al menos, pasar algún tiempo bajo su cielo. Así tenemos que desde miles de años antes de Cristo, existe un templo de piedra en lo alto del cerro Lapa Lapa que no ha dejado de ser utilizado para el culto y los ritos más diversos. Hasta hace solo unos meses alguien había colocado un pequeño cartel que decía: "Respeta la casa de Dios" o algo similar. Es común, también, encontrar restos de ofrendas de coca, alcohol y otros elementos al interior del recinto.
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El templo prehispánico de Lapa Lapa visto a lo lejos.


Interior del antiguo templo prehispánico.
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Unos metros más abajo se encuentra la Santísima Cruz de Las Salinas, un madero al que el pueblo tiene especial devoción. Unos cientos de metros más allá está una curiosa glorieta con techo en forma de "platillo volador" recordándonos a los grupos contactistas que llegan de todo el mundo a Chilca para comunicarse con los "hermanos mayores" de las estrellas. Unos metros detrás se encuentra una iglesia católica y cerrando la escena, bastante más alejado, un templo hindú denominado Nueva Nilachala y perteneciente a la secta de los Hare Krishna.
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Integrantes de un grupo contactista, vestidos de blanco, ascienden hasta lo alto del cerro Lapa Lapa, en dirección, probablemente, al viejo templo prehispánico.


La Santísima Cruz de Las Salinas que muestra elementos del catolicismo mezclados con el Sol y la Luna (Inti y Quilla) de la religión andina.
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¿Qué es lo que atrae a grupos humanos tan diferentes hasta este pequeño rincón del desierto peruano? Solo les puedo decir que, al pernoctar en lo alto del cerro Lapa Lapa o sumergirte en las lagunas (especialmente en La Encantada) tienes sensaciones y percepciones que te revelan, sin palabra de por medio, la respuesta más acertada.

domingo, 17 de enero de 2016

Lima, esa triste ciudad que paga mal a quienes quieren darle cultura.

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Todas las estadísticas nos invitan a pensar que el peruano promedio lee poco. Muy poco comparado, incluso, con los otros países de la región. Pero quizá sea solo que no leemos lo que a las grandes editoriales les interesa que leamos.

Hasta hace algunos años no habían muchas grandes librerías (y el par que existía tenía precios abusivamente caros) y es por esto que la piratería llenó el vacío y satisfizo la demanda cultural durante buen tiempo. Las primeras veces que fui a Quilca encontraba los libros "nacionales" (como solía decirse) puestos junto a los demás, aunque en los últimos años se guardaban y se traían cuando el cliente los solicitaba. Aún así, la mayoría de libros no eran piratas sino ediciones antiguas o libros de segunda, de esos que ya no aparecen en los ránkings, pero que la gente compra porque, como el buen vino, se ponen más sabrosos con el transcurrir del tiempo. Tanto unos libros como otros (piratas o antiguos) no generan ingresos para las editoriales y es por esto que no interesa cuantificarlos ni incluir su compra en las grandes estadísticas que el gobierno toma como oficiales y exactas.

Allá por 2005 o 2006 era común observar a una extraña muchedumbre, mezcla de bibliófilos con anticuarios, que se daba cita a partir de las 9 de la noche en una tienda de la avenida Alfonso Ugarte, en la cuadra que está entre la avenida España y la Plaza Bolognesi. Allí, detrás de un mostrador con gaseosas y demás dulces venenos, se extendían dos grandes mesas y algunos estantes repletos de libros antiguos, muchos de ellos incluso del siglo XIX. El gordo Alejandro, que esa era la gracia del dueño, nunca nos dijo de dónde los traía, pero algunos tenían sellos de antiguas bibliotecas personales, dedicatorias por cumpleaños de los 60s o 70s (hermosas épocas en que se regalaban libros como demostración de afecto) e incluso tarjetas de bibliotecas de congregaciones religiosas. El tío Nelson, que fue quien me llevó por primera vez, me decía que a lo mejor se trataba de curas de malas costumbres que negociaban con los libros considerados "prescindibles" o "menos importantes"; y de familias que, una vez muerto el patriarca y poco instruidas las nuevas generaciones, preferían ver el reality del momento, considerando esos libros como un anacronismo. Y los vendían al peso.

En una ocasión nos cruzamos con un turista inglés que compró una colección completa de libros de filosofía en latín exclamando "ahora estos libros regresan por fin a Europa" y también con un vasco que aseguraba que antes de ver tal cantidad de gente en ese lugar y en el jirón Amazonas, creía que era cierto que los peruanos no leían. Mi tío fue durante años a dicho lugar y tiene en su casa varias cajas de libros impresos en décadas donde la mentalidad humana estaba un poco más sana. Yo, por mi parte, también tengo algunos. Llegará el tiempo en que el conocimiento escaseé y haya que buscarlo en lugares recónditos, así que es preferible estar prevenido.

Pero también hubo tiempos de vacas flacas y, algunos años antes de lo que les cuento (allá por 2001 y teniendo yo 14 años), tío y sobrino tuvimos que vender libros en el terral que existía frente a San Marcos antes de la construcción del by pass de la avenida Venezuela. Eran libros antiguos, no piratas y eran rematados porque las cuentas del agua y la luz no entienden de cultura. Había que regresar a casa de mi tío (en el jirón Ica) a pie para ahorrar al máximo, más aún porque muchos de los compradores pedían rebajas sobre lo que ya estaba rebajado, y así es como se fue, por ejemplo, un hermoso, enorme y antiguo diccionario español-latín-griego clásico por el que ofrecieron 40 miserables soles. 40 soles por un libro que nunca más volverás a ver y que no se encuentra ni en la Biblioteca Nacional. Es por eso que rara vez pido rebajas cuando se trata de libros: entiendo que puedes hacerlo cuando se trata de gaseosas o empanadas, pero no con el conocimiento.

Volvamos a Quilca. Fue ahí donde compraron uno de los primeros libros que me regalaron ("Yo visité Ganímedes") y donde compré la mayoría de libros de J.J. Benítez, mi autor favorito (en el puesto de un señor que los tenía casi todos y en original), incluido un ejemplar de la primera edición de "100.000 kilómetros tras los ovnis", de 1980. También había un stand donde una señora vendía libros y revistas antiguos como distintos folletos masones, rosacruces y de la Sociedad Teosófica, asímismo ejemplares de "Lo Insólito", la primera y única revista peruana dedicada a los temas de misterio, allá por los años 70. Es por eso que es un lugar al que le tengo bastante cariño y lamento no haber comprado más libros por tacaño, a pesar de que el desalojo se venía anunciando desde el año pasado.

¿Cómo es posible que durante años se mantengan puteríos, night clubs de mala muerte, cantinas y prostitución callejera a solo unas cuadras y que la Policía prefiera arremeter contra vendedores de libros? ¿Será que nunca han leído uno? ¿O será que el Arzobispado (el dueño de ese terreno) quiere venderlo a alguna inmobiliaria o cadena de supermercados? Irónico porque Jesús no tenía donde reposar su cabeza, mientras ellos son capaces de dejar gente sin trabajo y familias sin comer con tal de tener propiedades y dinero que ni siquiera necesitan.

Como ex vendedor de libros y sabedor de lo mal pagada que es esta profesión en nuestro país (en otros lugares existiría apoyo estatal y privado o por lo menos no habría hostilización) muestro mi solidaridad con los libreros de Quilca esperando que pronto encuentren un nuevo lugar donde establecerse. Escuché el rumor de que se irán a Los Olivos. Sea ahí o a otro lugar, van para ellos mis mejores deseos de éxito y agradecimiento por difundir cultura en una sociedad que en gran medida prefiere el embrutecimiento.

viernes, 8 de enero de 2016

El cañito de la abundancia.

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Revisando en internet encontré una interesante mención a unos ríos subterráneos que corren por debajo de nuestra ciudad capital, así como a algunos puquios que aún existen en zonas como Lima Norte y la propia Costa Verde. No confundir esto con las antiguas acequias que aún corren bajo muchas de nuestras calles y que son visibles en lugares como la avenida Salaverry, el trébol de la Javier Prado o los jardines del Hospital Víctor Larco Herrera.

Esto me recordó a un interesante caso del que tuve conocimiento en uno de los más importantes jirones del Cercado de Lima, y no muy lejos del río Rímac: el cañito de la abundancia. Es este un caño ubicado al fondo de una antigua casa de quinta de la primera década del siglo XX, construida sobre una antigua huerta y del cual se dice que no deja de tener agua limpia nunca, ni siquiera cuando Sedapal raciona el líquido elemento en toda la zona. Las décadas han pasado y el caño ha sido cambiado dos o tres veces, así como la pared en la que está, pero la antigua cañería de metal jamás, y es llamativo, porque a pesar de que la herrumbre debería manifestarse en el agua, haciéndola no apta para el consumo humano, eso no ocurre, y esta sigue discurriendo tan limpia como siempre.

Yo no creía esto, pero he tenido la oportunidad de comprobarlo en más de una ocasión. Lo primero que pensé es que quizá podría estar conectada a alguna antigua acequia y, por mecanismos que desconozco, continuaba siendo bombeada hasta la superficie. Es evidente que no es así, porque el agua es limpia y no cargada de tierra como la de cualquier canal de este tipo.

La otra posibilidad es que el agua provenga de uno de los ya mencionados ríos subterráneos. Estas corrientes de agua mantienen su limpieza en todo el recorrido, al punto de que emergen cristalinas en playas como las de Miraflores y Chorrillos e incluso podrían ser el último refugio de los camarones que alguna vez abundaron en el río Rímac. Ahora, el problema es cómo explicar que esa agua pueda emerger hasta la superficie. Podría tratarse de un puquio que fue aprovechado para regar la antigua huerta. Podrían ser muchas cosas pero todas las posibilidades dejan cabos sueltos.

Hay otros enigmas subterráneos en el Cercado de Lima. Uno es, por ejemplo, la extensión de las catacumbas y cementerios bajo el suelo del Centro Histórico. Recordemos que durante muchos años se enterraba a los fallecidos bajo las iglesias y que varios de esos templos han sido recortados o demolidos y en su lugar se encuentran casas, avenidas, centros comerciales o restaurantes, muchos de ellos con presencia de fenómenos de difícil explicación. Por si fuera poco, también existieron huacas precolombinas con sus respectivos adoratorios y enterramientos. Uno de los últimos lugares sobrevivientes de esta época es la famosa Peña Horadada, ubicada en Barrios Altos y de la cual también se cuentan curiosas leyendas como aquella que dice que lo que sobresale es solo la punta de una inmensa roca subterránea que nadie sabe hasta dónde puede extenderse.

sábado, 2 de enero de 2016

Luz y color en medio de los arenales.

De un tiempo a esta parte, mucha gente está en contra de los pirotécnicos, principalmente porque hay quienes tienen todo el derecho de dormir temprano y no verse perturbados por la bulla propia de un bombardeo de guerra, pero también porque los animales, especialmente los callejeros, no entienden la situación, se desesperan y pueden terminar muertos de un infarto o directamente quemados por alguna bombarda. Les doy la razón en ese punto porque lo ví en cierto fin de año que pasé en casa de mi tío, mientras los gatos de la quinta se metían a las casas huyendo del ruido.

Pero aún aceptando estas cosas, no puedo dejar de reconocer que son una muestra impresionante, sobrecogedora y magnífica de la alegría y la esperanza humanas, incluso en circunstancias adversas. Suelen ser los distritos más "pudientes" quienes manifiestan más recelo y prohíben los pirotécnicos porque son sus pobladores los que se la pasan cuestionando todo y complicándose la vida sobre si tal cosa es "una costumbre primitiva" o "algo propio de la modernidad del primer mundo". Ahora, lo curioso es que en lugares tan primermundistas como Sydney, el espectáculo lumínico y bullero es tanto o más grande que aquí, y no hay gente reclamando que "los pirotécnicos son una tradición inculta que debe ser erradicada" ni estupideces similares.

Es imposible recordar las navidades y años nuevos de mi niñez y adolescencia sin que venga a mi mente la imagen de mi tío reventando cohetones en la puerta de la casa, como compitiendo con los vecinos por quién recibía el nuevo año con mayor alegría. En cierto inicio de año, incluso, hicimos nuestro muñeco con la ropa vieja que teníamos y lo quemamos, pero mi tía, algo nerviosa por el fuego, no quiso que volviera a repetirse.

Este 31/12-1/1 lo pasé en Pachacutec, donde mi padre tiene un terreno. Estaba la insufrible de su conviviente, pero eso no viene al caso. Lo que me agradó fue observar la hermosa mezcla de pompas de luz de distintos colores sobre los cerros de la zona que se prolongó durante casi una hora sin bajar su intensidad. Mientras la prensa suele publicar fotos de "el Año Nuevo en las playas del sur con la gentita" o cosas similares, quizá sea en este lugar, escondido entre el mar y los cerros de Ventanilla, donde he visto la mayor alegría en niños y adultos para celebrar el inicio de un nuevo ciclo terrestre. Una mayor esperanza entre aquellos que, aparentemente, deberían ser los más desesperanzados, pero que son en realidad, los que tienen mayor fuerza y empuje para salir adelante aún teniendo mucho en contra. Me sentí feliz de estar ahí en ese momento mientras, curiosamente, en la casa de los vecinos sonaba el viejo tema "Los pobres también somos felices" de Los Yungas.