Eterno verano.

jueves, 6 de octubre de 2016

Eusebio Maní.

Muchos personajes de nuestra historia personal quedan injustamente olvidados por la memoria, pero eso no significa que su papel en nuestras vidas haya acabado del todo, por modesto que haya sido. Y creo que eso fue lo que pasó con Eusebio Maní.

Fue hace unos días cuando el tío Nelson me preguntó si es que recordaba a "el hombre del maní" o "Eusebio maní, porque manicero se presta a malas interpretaciones". Ante tal denominación, lo primero que vino a mi mente fue la carátula de "La venganza del maní asesino" de Chabelos, es decir, algo no muy inocente que digamos. Pero poco a poco fui recordando y volví en el tiempo gracias a los pensamientos (inserte aquí: "Vuela, vuela" de Magneto).

Debe haber sido a inicios de 2002 y en el terral que antes había frente a San Marcos cuando coincidíamos con Eusebio, quien era vendedor especializado en una amplia gama de manís, pecanas y otros alimentos saludables. Coincidíamos, mejor dicho, en algunas de las tardes en que nosotros íbamos a vender libros, por no decir que el tío Nelson los vendía y Pedro (el primo postizo) y yo nos dedicábamos a leer y hablar sobre la pluscuamperfección del universo y sus implicancias en la vida social de las zarigüeyas arborícolas, es decir, a huevear. Y fue en algún momento de aquellas tardes en que también coincidimos con Ramiro, el Testigo de Jehová que vendía jugo de piña; con Giovanni, el sanmarquino que iba a comprar libros de segunda de Filosofía; con Alejandro, el tío del ceviche que más de un problema gástrico nos causó, entre otras personas. Todos ellos se fueron diluyendo lentamente de la memoria una vez que esa etapa de vender libros fue dejada en algún estante de la casa del tío Nelson y de nuestros recuerdos.

Pero Eusebio no nos había olvidado. Y ello a pesar de que una vez que el terral desapareció y la municipalidad se encargó de dispersar a los que allí vendían, se tornaron inubicables todos aquellos personajes. Y fue un día, hace algunas semanas, mientras el tío Nelson pasaba por la avenida Alfonso Ugarte, cuando escuchó que lo llamaban de forma peculiar:

- ¡Eh, Nelson libro!

Y fue así como lo recordaba, como "Nelson el de los libros" o como "Nelson libro", para resumir. Y una de las primeras cosas que también recordó fue mi presencia. Mientras los chiquillos de por ahí correteaban y jugaban fulbito, yo me la pasaba leyendo libros y revistas y de vez en cuando hacía comentarios sobre los temas que leía, con Nelson, Pedro o Giovanni, especialmente cuando eran temas de historia. Pero me llamó la atención que Eusebio, incrédulo ante aquella actitud, se refirió a mí como "el chico que parecía que leía".

Me sentí subestimado, lo admito, pero después comprendí. Frente a una adolescencia que ya desde aquellos años y mucho antes prefería desbandarse, la presencia de un chibolo que se la pasara leyendo era cuando menos, llamativa y generadora de escepticismo.

Hace un par de noches decidí pasar por Alfonso Ugarte a eso de las 8. Me disponía a ir al lugar donde venden libros de segunda (y donde encuentras algunos ejemplares hasta del siglo XIX) y recordé todo esto. Mis pasos se encaminaron rápidamente hacia el lugar donde sabía que lo encontraría. Me causaba mucha curiosidad, ya saben que muchas veces soy presa de mis recuerdos y de una casi enfermiza afición por pasármela redescubriendo e idolatrando mi pasado.

Lo encontré, lo miré a los ojos para ver si era reconocido y le pregunté el precio de una de aquellas bolsitas de maní con pasas. "Dos soles", me dijo, no me había reconocido a pesar de que yo estaba con la misma camisa de hace diez años. Me disponía a retirarme cuando decidí dar media vuelta y le dije:

- Disculpe, ¿recuerda cuando usted vendía maní frente a San Marcos?

Me miró extrañado, respondiendo que eso fue hace muchos años y que quién era yo para saberlo. Entonces le respondí, sonriendo.

- Bueno, yo soy el muchacho que según usted "parecía que leía" junto a Nelson.

Y así nos quedamos conversando de la vida. Cuando menos me dí cuenta, había pasado más de media hora y la calle empezaba a hacerse más peligrosa de lo que ya es a cualquier hora. Me preguntó qué había sido de mi vida, si todo estaba mejor con mi familia (ese verano me quité de mi casa por varios días, en un arranque de hartazgo adolescente) y qué hacía. Le conté que había estado estudiando Derecho contra mi voluntad, que ahora estaba estudiando dos carreras, una, curiosamente en San Marcos, y otra en una universidad privada, y que ya no vendía libros sino que ahora los coleccionaba. Y que sí, sí leía, no solo lo aparentaba. Le dió gusto, quedé en volverlo a visitar esta vez con Pedro y Nelson y quizá conversar de los viejos tiempos en la casa de este último. Por su parte, a él aún le quedaban un par de horas de vender sus productos.

Me despedí y me alejé pensando en cómo para algunos la vida ha cambiado tanto en estos años mientras que para otros solo ha cambiado el lugar de desempeño, mas no las actividades. Y recordé que fue con la gente más sencilla con la que siempre me sentí más identificado, comprendido y en familia. Y que además, son los únicos que (quizá sin yo merecerlo) hasta ahora no me olvidan.

Escrito en mayo de 2012.

sábado, 1 de octubre de 2016

Arquímedes.

"Arquímedes", a medio terminar.
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Esta ha sido una semana de reencuentros. Me volví a encontrar con dos buenos amigos, y también, con mi blog (hace algunas semanas que no me nacía escribir aquí).

Uno de esos amigos se llama Pedro y forma parte de las personas que me ayudaron con poco, y a la vez con mucho, cuando era adolescente. Es de condición humilde, ya está cerca de los 40, y es el típico ejemplo del peruano luchador para quien la ausencia de estudios universitarios no constituye óbice para salir adelante y dedicarse a aquello que le gusta.

Y aquello que le gusta es la pintura, casi tanto como la investigación. Pero no la investigación académica, esa que te tratan de enseñar en tu curso de Metodología o Seminario de Tesis, sino la verdadera investigación, la que nace de la curiosidad innata por querer descubrir más sobre el mundo que te rodea pero, sobre todo, por conocer cada día más de tu universo interior.

Desempeñó muchos oficios. Vendió libros cerca a San Marcos, hizo maquetas en el Jirón Amazonas, fue encargado de seguridad en una discoteca, pero siempre llevaba en su morral un pequeño libro sobre yoga, un libro amarillo, antiguo y aparentemente simple que lo ayudaba a relajarse cuando la cosa se ponía poco favorable.

La sombra de los problemas económicos fue un fantasma casi constante para él en los últimos años y, sin embargo, desaparecía por las noches en una habitación de su casa, que constituía para él, su pequeño templo. Sacaba un viejo cajón de madera de debajo de una mesa circular que había conocido tiempos mejores y, tras una rápida revisión de pinceles y pinturas, se disponía a darle la oportunidad de existir a alguna obra que surgiera de su imaginación. Su imaginación y, sobre todo, su intuición, eran aquellos vientos que impulsaban la vela de su creatividad en aquellas largas noches de insomnio.

Logró hacerse amigo de un pintor de aquellos que ofrecían sus pinturas en el Parque Kennedy, pudiendo vender alguna de sus obras, si bien esto le resultaba un tanto difícil no solo porque el consumo de este tipo de arte es muy limitado en nuestro país (donde se tiene el errado concepto de que el artista debe casi regalar lo que produce y no vivir de ello) sino porque llegaba a encariñarse con lo que pintaba. Después de todo, esos trazos y esas pinturas le habían sacado más de una arruga prematura y, seguramente, también alguna cana; más o menos como los hijos a sus padres.

Hace unos días me llamó para decirme que le impresionó leer la vida de Arquímedes. ¿Cómo era posible que uno de los hombres más sabios de la Antigüedad terminara sus días asesinado por un rudo y brutal soldado romano? Pero es que eso es lo que ocurre hasta nuestros días: la cultura y la educación (que es distinta a la instrucción) muchas veces terminan sepultados por la mediocridad y la vulgaridad de quienes solo quieren darle rienda suelta a sus bajos y animales instintos.

Así es que decidió dedicarle una obra, la cual aún no está terminada. Falta mucho, como puede apreciarse en la imagen que acompaña estas líneas. Los ojos del soldado aún están blancos y esa será la parte más difícil de rellenar, porque la insensatez de aquel que acaba con un sabio es difícil de ser plasmada, incluso para un artista que ama lo que hace.

Pedro, quizá no hayas estudiado en Bellas Artes (ni en Alejandría), pero llevas la inspiración artística en tu corazón. Eres el Arquímedes de la pintura, estimado amigo.