Es medianoche cuando empiezo a escribir esto, y han pasado casi siete años desde la última entrada. No voy a negar que hubo ocasiones en que hice el intento de volver a escribir, pero ninguna prosperó; al parecer se perdió la magia, venció el estrés, o sencillamente pensé que por estos lares ya no ha de quedar nadie, y que daría lo mismo escribirlo en alguno de mis cuadernos que parecen una mezcla de diarios, agendas y recipientes de recuerdos.
"El que siempre escribía con nostalgia", es como se refería a mi un bloguero de aquellos tiempos en que nos reuníamos entre jóvenes que escribían sus aventuras y desventuras en este tipo de plataforma. Hoy se me ocurrió revisar algunos de esos espacios, y los encontré todos abandonados sin excepción alguna. Los últimos destellos de vida (o de escritura) datan de 2018 o, como muy reciente, de 2020; y de eso, aunque suene cercano, han pasado ya casi cinco años. Eso es media década, un lustro, el tiempo que tarda un niño en prepararse para iniciar su escolarización/socialización y, con ello, la verdadera aventura de la vida.
Han cambiado muchas cosas y son (también) muchas las personas que se han cruzado (o han entrado en rumbo de colisión) con mi existencia, en todo este tiempo. Pasé de vivir en un piso alquilado en el Centro Histórico (con todo lo bueno, lo malo, lo feo, lo anecdótico, y lo picante que eso implica) a terminar residiendo en una pequeña y casi desconocida ciudad de la amazonía, intentando mantenerme a flote tanto económica como emocionalmente; solo y sin ayuda humana (porque divina siempre hay). Ahora tengo tres programas de radio, que ejercen de medicina complementaria a los medicamentos que lamentablemente sí he de tomar en forma física. He aprendido o confirmado por enésima vez, en el lugar en el que ahora resido y trabajo, que la capacidad del ser humano para estresarse y hacerse problemas por huevadas es tan infinita como la chabacanería y el borreguismo; pero lo cierto es que aquí yo soy un forastero, un ave de paso, y tampoco debería afectarme.
En este tiempo perdí la relación de pareja "estable" que me acompañó por varios años (aunque en el fondo fue lo mejor, porque una mentira extendida artificial y antinaturalmente solo puede generar dolor), perdí amistades que parecían verdaderas, perdí la salud cuando me dió el covid, perdí el miedo de enfrentarme al público y hacer radio (mi sueño desde niño) al aventurarme a ello en la pequeña ciudad donde realizaba mi serums; perdí dinero y también perdí la vergüenza para muchas cosas, e incluso en algún momento pensé que perdería la fe... pero nada se compara con el hecho de haber perdido a mi madre, quien falleció mientras yo me encontraba trabajando en donde ahora me encuentro. Ahí se cumplió lo que el tío Nelson siempre me dice: que uno no es verdaderamente adulto hasta que alguno de tus padres fallece, porque ahí te enfrentas a la verdadera soledad y a lo irremediable. Ahí sabes que, verdaderamente, ya no tendrás nunca más a alguien incondicional en el mundo. Desde entonces, y con total serenidad y sinceridad, le pido a Dios que me ayude a hacer bien mi parte en cada cosa que me toque en la vida, pero que si es de su voluntad que acorte mis días en este valle de lágrimas para poder reencontrarme con mi madre y mis demás parientes fallecidos; a fin de iniciar de una vez el verdadero camino de la vida en la ruta hacia el Padre de los Cielos (en quien, eso sí, ahora creo y confío más que nunca antes).
Últimamente hago mucho énfasis como parte de mis programas, en lo que respecta a prestar atención a los "pequeños detalles de cada momento" y a maravillarnos con lo sencillo y cotidiano. Siento que es mi última tabla de salvación, en medio de un mundo (y un tiempo) en ruinas. No sé si he perdido la esperanza o solo me he vuelto más realista, pero lo cierto es que sigo escribiendo con una extraña nostalgia, no solo por aquellos momentos que ya pasaron y que siento que no valoré o disfruté como debí, sino incluso por el futuro; que aún sin haberse plasmado en la realidad tangible, siento como algo que también dejará sus propios adioses, preguntas sin respuesta, y reflexiones con aire de "¿qué hubiera pasado si...".
Por cierto, ahora ya casi nadie me dice "joven"; casi todos me llaman "señor". Es parte del inexorable paso del tiempo, que con su imperceptible roce de instantes va ocasionando que se erosionen nuestros rostros, nuestras fuerzas y, si se lo permitimos, también nuestros espíritus.