Eterno verano.

martes, 5 de noviembre de 2024

Bajo nuestros pies. Dentro de nuestra alma.

Esta foto fue tomada en la segunda mitad de 2014, a la espalda del Hospital Víctor Larco Herrera (distrito de Magdalena), que desde hace varias décadas se encuentra totalmente integrado en la trama urbana de la ciudad de Lima. Sin embargo, al levantar la capa de cemento y asfalto, nos encontramos con que varios de los antiguos canales que transportaban agua hacia las haciendas y chacras desaparecidas del otrora fértil valle de Lima, aún continúan llevando el líquido elemento, ya sea para regar algunos parques o para perderse en el cercano océano.


Algo similar (de alguna forma) ha venido ocurriendo repetidamente en distintos espacios de nuestra ciudad: cuando se (re)construyen edificios, calles o avenidas: se anuncia el descubrimiento de restos arqueológicos prehispánicos o del período español, dándonos a entender que no sabemos realmente sobre qué podríamos estar parados, caminando, durmiendo, o desarrollando nuestras vidas: siglos o quizá milenios de Historia, con sus olvidados dramas, alegrías y logros. ¿Será que en algún momento, lo que para nosotros es motivo de regocijo, valor o disputa pasará también a convertirse en parte irreconocible del subsuelo? Las dinámicas del planeta y de las sociedades son cíclicas; y nada es estable ni perdura inmutable para siempre; lo que nos debería llamar a la siguiente reflexión: ¿vale la pena preocuparnos tanto por un futuro del que desconocemos absolutamente todo, ya que no tenemos plena certeza ni siquiera de lo que ocurrirá dentro de cinco minutos? Ciertamente, solo nos queda vivir el momento presente de forma sana y en bondad, porque lo único que nos llevaremos de este mundo a una supuesta e infinita existencia espiritual, son los recuerdos, las anécdotas que nos marcaron, y la huella de aquellos momentos que nos resultaron cargados de significado plenamente útil y valioso. Procuremos llenar nuestro baúl o mochila de los recuerdos, justamente, con este tipo de joyas que "ni el ladrón puede robar, ni las polillas pueden destruir". Reaprendamos la magia terapéutica del vivir cada instante y disfrutar de las pequeñas y sencillas cosas de la vida cotidiana, en medio de este mundo que nos sobreestimula hasta llevarnos a la angustia, y nos enferma al convencernos de que se nos generan supuestas "necesidades" que en el fondo solo son cadenas y grilletes disfrazados de cintas festivas y lujosas.

Volvamos a lo natural, incluso en medio de los ambientes patológicamente artificiales en los que nos ha tocado vivir. Sobrevivamos a la marea del final de esta civilización enferma, aferrándonos a lo simple, verdadero, bueno y bello que aún existe a nuestro alrededor, aunque cada vez más escondido como aquella "perla de gran valor" de la que nos hablan los milenarios textos sagrados; y sobre todo, volvamos a la luminosidad de nuestro genuino espíritu y de la chispa de la divinidad que habita en nuestro interior. Hagamos de ese fragmento divino, el timonel de nuestro navío que nos dirija hacia aguas genuinamente calmas y a un puerto seguro donde establecernos; aún cuando el mal tiempo nos quiera vencer con la ilusión de un mundo sin sentido o sin esperanza.

jueves, 17 de octubre de 2024

"El que siempre escribía con nostalgia".

Es medianoche cuando empiezo a escribir esto, y han pasado casi siete años desde la última entrada. No voy a negar que hubo ocasiones en que hice el intento de volver a escribir, pero ninguna prosperó; al parecer se perdió la magia, venció el estrés, o sencillamente pensé que por estos lares ya no ha de quedar nadie, y que daría lo mismo escribirlo en alguno de mis cuadernos que parecen una mezcla de diarios, agendas y recipientes de recuerdos.

"El que siempre escribía con nostalgia", es como se refería a mi un bloguero de aquellos tiempos en que nos reuníamos entre jóvenes que escribían sus aventuras y desventuras en este tipo de plataforma. Hoy se me ocurrió revisar algunos de esos espacios, y los encontré todos abandonados sin excepción alguna. Los últimos destellos de vida (o de escritura) datan de 2018 o, como muy reciente, de 2020; y de eso, aunque suene cercano, han pasado ya casi cinco años. Eso es media década, un lustro, el tiempo que tarda un niño en prepararse para iniciar su escolarización/socialización y, con ello, la verdadera aventura de la vida.

Han cambiado muchas cosas y son (también) muchas las personas que se han cruzado (o han entrado en rumbo de colisión) con mi existencia, en todo este tiempo. Pasé de vivir en un piso alquilado en el Centro Histórico (con todo lo bueno, lo malo, lo feo, lo anecdótico, y lo picante que eso implica) a terminar residiendo en una pequeña y casi desconocida ciudad de la amazonía, intentando mantenerme a flote tanto económica como emocionalmente; solo y sin ayuda humana (porque divina siempre hay). Ahora tengo tres programas de radio, que ejercen de medicina complementaria a los medicamentos que lamentablemente sí he de tomar en forma física. He aprendido o confirmado por enésima vez, en el lugar en el que ahora resido y trabajo, que la capacidad del ser humano para estresarse y hacerse problemas por huevadas es tan infinita como la chabacanería y el borreguismo; pero lo cierto es que aquí yo soy un forastero, un ave de paso, y tampoco debería afectarme.

En este tiempo perdí la relación de pareja "estable" que me acompañó por varios años (aunque en el fondo fue lo mejor, porque una mentira extendida artificial y antinaturalmente solo puede generar dolor), perdí amistades que parecían verdaderas, perdí la salud cuando me dió el covid, perdí el miedo de enfrentarme al público y hacer radio (mi sueño desde niño) al aventurarme a ello en la pequeña ciudad donde realizaba mi serums; perdí dinero y también perdí la vergüenza para muchas cosas, e incluso en algún momento pensé que perdería la fe... pero nada se compara con el hecho de haber perdido a mi madre, quien falleció mientras yo me encontraba trabajando en donde ahora me encuentro. Ahí se cumplió lo que el tío Nelson siempre me dice: que uno no es verdaderamente adulto hasta que alguno de tus padres fallece, porque ahí te enfrentas a la verdadera soledad y a lo irremediable. Ahí sabes que, verdaderamente, ya no tendrás nunca más a alguien incondicional en el mundo. Desde entonces, y con total serenidad y sinceridad, le pido a Dios que me ayude a hacer bien mi parte en cada cosa que me toque en la vida, pero que si es de su voluntad que acorte mis días en este valle de lágrimas para poder reencontrarme con mi madre y mis demás parientes fallecidos; a fin de iniciar de una vez el verdadero camino de la vida en la ruta hacia el Padre de los Cielos (en quien, eso sí, ahora creo y confío más que nunca antes).

Últimamente hago mucho énfasis como parte de mis programas, en lo que respecta a prestar atención a los "pequeños detalles de cada momento" y a maravillarnos con lo sencillo y cotidiano. Siento que es mi última tabla de salvación, en medio de un mundo (y un tiempo) en ruinas. No sé si he perdido la esperanza o solo me he vuelto más realista, pero lo cierto es que sigo escribiendo con una extraña nostalgia, no solo por aquellos momentos que ya pasaron y que siento que no valoré o disfruté como debí, sino incluso por el futuro; que aún sin haberse plasmado en la realidad tangible, siento como algo que también dejará sus propios adioses, preguntas sin respuesta, y reflexiones con aire de "¿qué hubiera pasado si...".

Por cierto, ahora ya casi nadie me dice "joven"; casi todos me llaman "señor". Es parte del inexorable paso del tiempo, que con su imperceptible roce de instantes va ocasionando que se erosionen nuestros rostros, nuestras fuerzas y, si se lo permitimos, también nuestros espíritus.

Emergiendo de la cueva.

viernes, 5 de enero de 2018

Lo que aprendí de las Tierras Altas.

Algo que he observado con respecto a las tierras altas (sin importar si estás en Perú, en Nepal o en las highlands británicas) es que los pueblos que ahí habitan, y sin el más mínimo contacto con similares lugares en el resto del globo, han optado por vestirse con ropas coloridas. Es como si quisieran contrastar la monocromía de las cumbres nevadas o la frialdad de la delgada atmósfera con el color de sus vestiduras o la alegría de sus diseños. Me recuerda a aquellas personas que exteriormente son todo risas pero que, generalmente, son las que en el fondo están más tristes o desesperanzadas; maquillando lo exterior para evitar el derrumbe interior. Y es que en el fondo todos buscamos sobrevivir y elaboramos estrategias para mantenernos a flote.

Por algún motivo las distintas culturas humanas han ubicado siempre a Dios y su Reino o al Paraíso Prometido por sobre sus cabezas. Decía cierta persona a la que aprecio que le sorprendía cómo todos siempre mirábamos hacia el cielo cuando nos sentíamos más libres o cuando nos ocurría algún hecho venturoso, de esos que te salvan la vida o el día. Es como si todos conociéramos de fábrica la forma de emitir una muda pero significativa plegaria hacia Aquel que tiene nuestro mundo en sus manos.

Y es que, será por la atmósfera más rala, será por lo hermoso de los paisajes que desde ahí se avisoran, o será por algún condicionamiento cultural, pero lo cierto es que es en lo alto de las montañas donde me siento más libre y más cercano a Dios. Pero mucho antes que yo, y sin mediar influencia alguna, los monjes orientales y occidentales, cada uno por su cuenta y cada uno según su filosofía, llegaron a la conclusión de que sus plegarias serían mejor escuchadas si es que construían sus monasterios o ermitas en las zonas elevadas. Pero no solo eso, sino que tenían la plena convicción de que mientras las alturas los acercaban más al Dios exterior, paralelamente iban conociendo más a la chispa de la divinidad que habitaba en su interior. En otras palabras, las alturas te conectan con el Infinito y te ayudan a ser consciente de que Todo es Uno, y que tú eres sólo una parte, un pequeño pero importante e irreemplazable engranaje de esa Única Existencia.

Dios bendiga las Alturas.


lunes, 27 de noviembre de 2017

Miss Universo 2017.

Siempre me llamó la atención que un concurso de belleza estrictamente terrestre, se llamase Miss Universo. Porque o sea, Miss Mundo te lo entiendo... y ni así, porque para la elección no se toman en cuenta los cánones de belleza de todos los pueblos. Por ejemplo, en el mundo andino nos gustan bien papeaditas, mientras que en Europa les gustan muy delgadas, con los problemas de salud que ese modelo de belleza termina ocasionando. En todo caso, debería llamarse "Miss Criterios Occidentales" o "Miss Europa y lo que les gusta a los europeos de hoy".

Pero bueno, Miss Universo, no. ¿Te imaginas cómo sería un verdadero Miss Universo? Que participen las nórdicas de Ummo y las Pléyades, las de Lyra, los grises altos y los grises bajos, los gatoides, los metamórficos, las tridáctilas de Nasca, etc, etc. Menudo lío ¿qué criterio de elección seguiríamos? ¿y quiénes tendrían que conformar el jurado para asegurarnos imparcialidad? ¿y cómo haríamos para que la Tierra presente una candidatura unificada?

Lo ya dicho, sería un desmadre.

En todo caso, tendríamos que hacer un concurso entre las especies que más o menos se parecen, o sea las humanoides. Pero ¿cómo serían las preguntas de cultura y política? Las representantes de otros planetas no podrían decir que admiran al papa ni que quieren ayudar a los niños pobres de su planeta, ya que allá ni la pobreza ni el dinero ni el papa existen. No pues, eso se prestaría a mucho truco y podría ocasionar una verdadera pelea interplanetaria.

O a lo mejor Oliver Ibáñez tiene razón y este mundo es plano, está cubierto por una cúpula y montado sobre una tortuga y pues, solo las terrestres irán al Miss Universo por siempre.


lunes, 25 de septiembre de 2017

La Fraternidad de la Sagrada Concha (FSC).

Cuenta la leyenda que in illo tempore (o "en la época de ñangué", como diríamos) un grupo de monjes quiso construir su Casa de Ejercicios Espirituales al otro lado de la naciente ciudad, atravesando huertos de los más fragantes y dulces frutos. Por aquellos días, un extraño individuo cruzó la puerta norte de las murallas y se identificó como Rudolphe Charpentier, francés, maestro de obras y experto en extrañas ciencias. Los monjes, sospechando que traía novedosos conocimientos de construcción en boga allende los mares, decidieron contratarlo y el pueblo, curioso, se refería a él como "Ño Rodolfo, el carpintero".
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"Ño Rodolfo", según una descripción de la época.
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Un buen día, Charpentier desapareció sin dejar rastro. Nadie lo vió salir por alguna de las puertas de la ciudad, tampoco exigió la última parte del pago, pero dejó unos misteriosos agregados que no figuraban en los planos originales que había mostrado a los monjes: dos conchas marinas, una a cada lado de la puerta de la capilla principal, incrustadas en la piedra. Los monjes decidieron darles alguna utilidad y las transformaron en recipientes para agua bendita, subsistiendo de esa forma hasta nuestros días.

Pasado algún tiempo, dos viajeros llegaron hasta el recinto solicitando les pudieran brindar
posada. Los monjes aceptaron y los viajeros fueron ubicados en una pequeña celda a un lado de la capilla. Durante la noche, sintieron la necesidad de orar y procedieron a meter sus dedos en las dos conchas mencionadas, con la intención de santiguarse con el agua bendita en ellas depositada.

Un extraño brillo apareció sobre las aguas, se extendió por los brazos de los sorprendidos viajeros y terminó por inundar toda la sala. Finalmente, como si de luz sólida se tratase, el brillo se concentró en un círculo luminoso que se elevó y escapó a toda velocidad por la claraboya de siete lados que Charpentier alguna vez abrió en el techo. Mientras tanto, los viajeros se elevaban en el aire y tenían visiones de lo que ocurría en ese momento en otros lugares del mundo, así como en el futuro de aquella urbe. No saben cuánto tiempo pasó hasta que cayeron suavemente al piso, tras lo cual no recuerdan nada más.
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Al día siguiente, los monjes encontraron a los viajeros desmayados en la puerta de la capilla y éstos relataron lo sucedido al superior, quien les dijo que era mejor que callasen, porque ya eran demasiados los rumores de que en ese lugar ocurrían cosas extrañas. Se despidieron, agradeciendo la hospitalidad de aquel grupo de religiosos, pero cuando caminaban rumbo a la puerta de salida, pasaron justo debajo de la claraboya por la que la noche anterior había escapado la extraña luz, y escucharon una no menos extraña voz en el interior de sus cabezas, diciéndoles exactamente las mismas palabras a cada uno: "La sagrada concha representa la fertilidad que otorgaba poder a las más antiguas culturas, y que deberá vivificar nuevamente a éste descreído mundo; ustedes han sido elegidos como los primeros que han de crear un nuevo grupo humano que guardará las enseñanzas místicas que se les irá revelando, por el poder de la concha bendita y sagrada".

No lo comentaron hasta finalizado el día, pero el hecho de haber escuchado exactamente las mismas palabras, eliminaba toda sospecha de alucinación. Siguieron con sus vidas como de costumbre, hasta que recibieron la visita de un extraño personaje, con vestiduras brillantes, como de época futurista.

- "Somos los elegidos para fundar la Fraternidad de la Sagrada Concha. Descuiden, ustedes no lo eligieron (y tampoco pueden negarse), es la Sagrada Concha la que elige a sus discípulos", les dijo, sin mediar saludo.

Nunca supieron cómo, pero de pronto aparecieron en el umbral de la capilla y, como si de un reflejo automático se tratase, metieron sus dedos a la vez en una de las conchas, repleta a rebosar de agua bendita y repitieron estas inspiradas palabras: "Todo por la concha, y sin la concha, nada ¡la concha es nuestra madre!". El grito (porque eso fue) escapó por la claraboya y fue escuchado por los monjes en sus celdas y en todo el pacífico vecindario. Al salir de aquel lugar, todos se refirieron a ellos como "los hijos de la gran concha" y pasaron a conformar una fraternidad secreta que estuvo tras grandes acontecimientos históricos sobre los que tenían control, merced a misteriosas revelaciones que iban obteniendo cada noche en sueños. Se comenta que aún el día de hoy, a más de dos siglos de aquellos acontecimientos, nuevas personas son elegidas por la Sagrada Concha en noches de luna llena y dotados de un grande y misterioso poder que los hace perpetuar las más secretas revelaciones y prodigios de los que esta ciudad haya tenido noticia.
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lunes, 21 de agosto de 2017

Teofanía.

Los 21 de agosto son días muy especiales para mí, en cuestiones espirituales.

Tengo dudas sobre el dogma católico/ortodoxo de la presencia real de Jesús en la hostia consagrada, pero la única iglesia que se me ocurría que podría estar sí o sí abierta al mediodía, es una que tiene expuesto el Santísimo, así que vale, entré. Para variar, estaba en penumbras y solo habían cuatro o cinco personas más. Es tan disimulada que muchos pasan por su fachada sin darse cuenta de que allí, tras la pesada puerta de madera, hay un templo de peculiar belleza.

Mi intención era estar sólo algunos minutos; los que utilicé para meditar concentrándome en las siete velas y sus titilantes reflejos, en la más completa calma y tranquilidad (inusual, por encontrarse en una de las avenidas más concurridas y bulliciosas de la ciudad), hasta que en la lejanía escuché algunos murmullos.

Se me hacía tarde, así que decidí salir; pero la puerta estaba cerrada. Una de las tantas marchas que por estos días hay en las calles del Centro Histórico había degenerado en un enfrentamiento de los manifestantes con la Policía y en el uso de sendas bombas lacrimógenas por parte de ésta, así que el portero optó por cerrar la puerta para evitarnos un mal rato.

La imagen de Jesús de Nazaret, en actitud de bendecir, nos miraba desde uno de los lados, como hablándonos sin palabras.

Volví al templo propiamente dicho y una de las señoras estaba recitando plegarias en voz alta. Nuevamente me senté en la primera fila, por lo demás desierta, y me puse en actitud contemplativa. Fue media hora de insospechada oración, media hora no planificada, como si la divinidad que ahí se manifiesta no hubiera querido que me fuera tan rápido.

Una vez pasado el peligro, las puertas volvieron a abrirse y la gente salió a continuar sus vidas. Cada quien por su lado, pero algo había cambiado. Nadie lo dijo con palabras audibles, pero todos lo sabíamos en el lenguaje sin palabras del corazón. Y eso es lo que verdaderamente cuenta.

viernes, 4 de agosto de 2017

Desconectados de lo verdaderamente importante.

"Muy pocas cosas son importantes para alcanzar la Única cosa necesaria".

UNO

Hace algunas horas leí una curiosa noticia llegada desde Europa: un señor de alrededor de 70 años gustaba entrar de madrugada a las aguas de un río para darse un baño. En reiteradas ocasiones los vecinos lo habían forzado a salir, llamando a la Policía y a los Bomberos, porque a su juicio "a lo mejor quería suicidarse"; por más que el individuo les aclaraba con total tranquilidad que sólo estaba dándose un baño, que sabía nadar y nunca estuvo a punto de ahogarse. En los comentarios, la gente opinaba que deberían meterlo a la cárcel "porque la Policía y los Bomberos gastaban dinero de los contribuyentes atendiendo esa falsa emergencia".

Pero la verdad es que el hombre simplemente disfrutaba de lo natural, como siempre lo ha hecho el ser humano desde antes incluso de ser humano; vale decir, como lo hacen desde el lobo hasta las aves al chapotear en algún estanque; pero se convirtió en motivo de extrañeza, crítica y escándalo.

La radical separación entre el humano y la naturaleza es cada vez más patente y viene aparejada con el rechazo a lo Trascendente en la sociedad posmoderna. El hombre (principalmente, el occidental) tiende a rechazar lo divino y se extraña con lo natural, mientras tergiversa su propia naturaleza para amoldarla a sus placeres y quereres más desordenados. Se convence de que sólo con transgénicos, hedonismo, tecnología desechable y tratamientos sofísticados avalados por gurús de la ciencia, su vida podrá ser medianamente soportable; sin recordar (o ignorando ex profeso) que casi toda la Historia de la Humanidad transcurrió entre sembríos y ríos, entre barro y fogatas, entre huertos y bosques, sin mayor iluminación nocturna que el cinturón de la Vía Láctea, y esa enigmática Luna que hace menos de medio siglo recién pudo alcanzar.



DOS
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Me gusta prestarle atención a lo aparentemente cotidiano, intrascendente y simple, porque allí, en lo pequeño, se encuentra lo insospechadamente bello y sorprendente.

Estaba tumbado bajo el techo de calaminas de una humilde casa de la serranía limeña, cuando capturó mi atención el foco que iluminaba tenuemente la habitación. Era del característico modelo bulbar que tiñó nuestras noches de infancia con una acogedora luz amarillenta, como haciéndole un guiño a los fuegos que encendían nuestros antepasados en las cuevas o a los lamparines de aceite que aún hoy acompañan a quienes viven en apartadas tierras. Nada que ver con la fría y deprimente luz blanquecina de los fluorescentes "ahorradores" que prácticamente nos obligan a comprar hoy (a pesar de constituir todo un peligro por el mercurio que contienen y las radiaciones que generan).

La señora de la casa nos comentó que ese foco ya tiene varios años pero que no se quema; lo que me recordó a esa pequeña bombilla que lleva más de 115 años encendida en California, habiéndose convertido en la admiración de muchos (al punto de tener un club de seguidores). Yo lo considero normal y esperable, porque se supone que los objetos deberían estar hechos para durar, como hace un siglo, y no como se hacen ahora: con obsolescencia programada "en nombre del progreso y para hacer viables las empresas". El desmedido afán de lucro y la innecesaria acumulación (lo antinatural impuesto en beneficio de un puñado de ambiciosos) reemplazaron al noble ideal del beneficio general de la gran Familia Humana, que ha terminado relegado al rincón de las extrañezas y las utopías risibles.