La vida me ha rodeado de gente con gustos muy distintos a los míos. Gente que podía y requería de ponerse una etiqueta que mostrara al mundo cuáles eran los gustos o aficiones que ellos consideraban definitorios de su identidad. Por supuesto, esto fue mucho más marcado en la adolescencia, la etapa en la que la pregunta omnipresente es "¿quiénes somos?" y buscamos modelos que nos hagan sentir parte de algo, ya sea en la música, el grupo de pares, las series de televisión, etc. O en todo caso en las marcas o estilos de ropa, en los equipos de fútbol o en los lugares de diversión frecuentados.
Yo no fuí ajeno a estas cosas. Siempre tuve un muy marcado sentimiento de querer pertenecer a algo. Lo logré parcialmente al final de la secundaria, cuando tuve mi primer verdadero grupo de amigos, una suerte de "minipandilla" dentro del colegio, donde yo era el mayor y una especie de líder. Todos compartíamos una serie de rasgos: tímidos; objeto de bullying los unos, simplemente ignorados los otros; chanconcitos de sus respectivos salones y por esto mismo, digámoslo así (y discúlpeseme la falta de modestia y la palabreja que voy a escribir y que detesto) un tanto "cultos". A los 15 años, mientras los temas de la mayoría del salón fluctuaban entre "juguemos una pichanga", "yo soy metal, tú eres punk" y "vamos a la salida a gilear a las flacas del cole parroquial de aquí a unas cuadras", nosotros hablábamos de Historia, misterio, actualidad, política, escribíamos narraciones ficticias, hablábamos de religión (uno de los chicos siempre me decía que terminaría convirtiéndome a la ortodoxia, porque, es cierto, aunque a los 15 era católico carismático, me fascinaba el oriente cristiano e incluso tenía una cruz similar a las ortodoxas que colgaba siempre de mi cuello) e incluso íbamos a la biblioteca a leer una serie de libros antiguos y caletas que sabe Dios a cuánto los habrán rematado cuando decidieron cerrar el colegio. Éramos diferentes y decidimos agruparnos, y creo que eso nos salvo de caer en una crisis de identidad adolescente, haciendo que no nos sintiéramos bichos raros, y sabiendo que tarde o temprano al salir de esas aulas encontraríamos a más gente con la cual hacer amistad.
Terminó el colegio y perdí contacto con ellos, excepto con uno, que hasta ahora es mi amigo. En mi primera universidad no sabía cómo desenvolverme pues era muy tímido (en realidad lo sigo siendo) y sentía que la gente era muy extrovertida y que no me harían caso. Pero ocurrió. Inesperadamente la primera persona que me hizo el habla fue la que desde el primer día se hizo notar como la chica popular del salón. Con el tiempo nos hicimos buenos amigos y terminamos asistiendo a la misma iglesia. Porque sí, ella era creyente, pero igual que yo, a veces lo disimulaba muy bien.
Pasó el tiempo y formé un grupo de amigos de esa universidad, también con varias cosas en común. Con ellos recorrí por primera vez las lejanas Comas, Carabayllo y Puente Piedra, ya que vivían por allí. Era un acuerdo tácito que al salir de clases nos teníamos que reunir por horas a conversar y fuimos a las primeras noches de discoteca y alcohol juntos. Ese es el antecedente de P.I.T.C.H, el grupo de amigos que conservo hasta ahora.
Con los mencionados P.I.T.C.H (Personas Identificadas Totalmente con el Hueveo, nombre que nos puso Beto, uno de los integrantes, en una noche de tragos allá por 2005) sucedió algo muy peculiar. No tenemos muchos gustos en común. Uno de ellos es metalero y otaku, el otro es lo que se conoce como gamer y el otro es aficionado a la lucha libre. Y todos ellos saben que a mí me llegan altamente el metal, los mangas y el anime, la lucha libre y los videojuegos (al menos los de estos últimos años) y que me parece una estupidez dedicarle tiempo y dinero a esas cosas (y que la tolerancia es una virtud que no tengo, así como tampoco pelos en la lengua). Y asimismo unos no comparten los gustos de los otros y menos los míos, ya que mi afición por los temas de misterio les parece carente de interés y la música que escucho no les gusta y si bien en el pasado la criticaron, con tantas noches de disco a cuestas han aprendido a tolerarla.
Con cada uno de ellos comparto, sin embargo, algunos gustos. Por ejemplo con "Pollo" compartimos el gusto por las cosas antiguas y por el techno noventero, mientras que con Beto en cierto modo los temas espirituales. "Pollo" es mi mejor amigo y su ausencia, junto a la de Beto, por encontrarse ambos lejos en ese momento, fue una de las razones de mi depre de cumpleaños, ya que sentí que lo pasé rodeado de personas de poca importancia para mí y no de quienes considero mis hermanos. Ese sentimiento de hermandad está cimentado, más que en gustos, en experiencias. Hemos tenido viajes juntos, salidas con anécdotas como para escribir varios libros, y hemos estado los unos para los otros en momentos buenos y malos y nos seguimos apoyando a pesar de actualmente estar en entornos distintos, y eso hace que la amistad se fortalezca más que si compartiéramos, por ejemplo, el barrio o el equipo de fútbol.
Ya hablé de dos grupos de los que me sentí parte (del segundo aún me siento integrante) pero hubo otros con los que interactué por circunstancias X pero de los que nunca me sentí miembro. Por ejemplo, mi grupo parroquial de adolescencia. Me gustaba toda esa aura mística de dizque hablar en lenguas e ir a retiros y de incluso tener ciertas responsabilidades dentro del, en ese entonces, grupo más numeroso de la parroquia. Pero nunca me sentí parte. No hice grandes amistades ahí, aunque es cierto que ahí conocí a mi primera enamorada. Y justamente con ella me puse en contacto con otro grupo que tampoco sentí que llegara a integrar.
Ese grupo fue el de la gente del barrio. Nunca antes y mucho menos después de esos tres años de relación volví a sentir que tuviera un barrio (en el sentido de comunidad). El hecho de que viviéramos a solo cuatro cuadras y que ella sea muy extrovertida y tuviera muchos amigos, hizo que tomara una de las grandes decisiones de mi vida: echar al tacho la timidez, adaptarme y hacer amigos, tomándola como modelo, ya que sentía que si no lo hacía, ella terminaría aburriéndose de mí. Digo que esta decisión fue grande porque una vez terminada la relación me había acostumbrado tanto a estar con gente que, por primera vez en la vida, el no sentirme solo y ser aceptado se volvió para mí una necesidad, así que empecé a actuar como "sociable y extrovertido" (digo actuar porque en realidad es una máscara, una actuación o técnica para poder desenvolverme, a mí me cuesta muchísimo interactuar con gente nueva, en realidad) y esa es la imagen que muchos se llevan de mí hasta hoy. Cuando les digo que en realidad soy tímido, inseguro y que me cuesta trabajo, por ejemplo, dar talleres o exponer, no me creen. Incluso una conocida de años me dijo que soy "popular" en la universidad en que compartimos carrera y que tengo muchos amigos. Esto hizo que me cuestione sobre si realmente tengo amigos, un grupo y más aún, si la gente realmente me conoce, y no lo niego, me hizo sentir que estoy solo de la peor forma: sintiéndome solo en medio de mucha gente.
Quizá suene desfasado para alguien que ha pasado los 25, pero muchas veces sigo sintiendo ese impulso adolescente de sentirme parte de un grupo que comparta mis aficiones, como ocurrió con ese ya lejano grupo de la secundaria. Conozco algunas personas a las que les atraen los temas de misterio, por ejemplo (como "el profeta", que incluso me acompañó a dos vigilias ovni o alguna amiga con quien hablamos de temas místicos, almas gemelas, energías y demás y otras personas que son igual de "eclécticas" en lo musical o que les gusta leer de Historia sin los prejuicios de la ortodoxia científica (es decir, que sean unos heterodoxos y conspiranoicos totales), pero son personas por aquí y por allá, no un grupo, y de verdad me gustaría tener uno.
¿Lo tendré? No sé. Tampoco es algo que me quite el sueño, es solo un deseo. Dicen que siempre hay un roto para un descosido, pero ¿será que alguna vez muchos descosidos nos juntaremos? Quien sabe, pero me gustaría mucho que así fuera.