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El árbol del patio interior de la casa de una amiga, a cuya sombra me senté a añorar mi antiguo jardín. |
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Cuando era niño vivía en una casa grande y antigua. Estaba acostumbrado a los dos patios: el primero, a la entrada de la casa y con una gran buganvilla cuya copa descansaba sobre el techo; y el segundo a modo de pasadizo interior, con maceteros de piedra y arcilla donde crecían, alegres y despreocupados; helechos, geranios, caiguas, coronas de Cristo, violetas, margaritas y otras plantas. En las roturas del piso era común que nacieran llantenes, cuyas hojas eran utilizadas para cubrir algún golpe o inflamación cuando había necesidad. Muchos de mis mejores momentos de infancia e inicio de adolescencia transcurrieron en esos dos patios, jugando con mis gatos e imaginando que el mundo era un lugar seguro, tranquilo, confiable y más o menos esperanzador.
Posteriormente me trasladé a un departamento y extrañé la presencia del verde elemento (no sean malpensados). Hace unos días compré una planta llamada "chavelita" y la puse en una maceta junto a la ventana (esperemos que dure). Es mi deseo volver a vivir algún día en una casa con jardín, como vivió buena parte de la Humanidad hasta no hace tanto, pero sé que ello se vuelve más difícil porque conforme pasa el tiempo hay menos casas en venta.
Cada vez son más las casas que terminan derribadas para construir en su lugar edificios-ratonera y no hay autoridad que se oponga bajo la excusa de "la libertad de empresa", "la intocable inversión" y "la libertad de los dueños de vender sus casas al mejor postor". Que distritos anteriormente tranquilos y relajados, como Barranco, se estén convirtiendo en cúmulos de ratoneras carentes de originalidad y espacio, los tiene sin cuidado. Dinero es dinero, y esa es la única ley que rige las conciencias de la mayoría de autoridades (suponiendo que tengan conciencia).
Recuerdo el caso de un buen amigo que vivió durante años en una gran casa cerca al malecón del otrora distrito de los poetas. Cuando recién llegó a vivir, podía observar el atardecer desde su patio interior, pero un mal día la municipalidad autorizó que construyeran un edificio en ese lugar y no le quedó más que observar una pared blanca por todo paisaje. Años después, sus materialistas vecinos vendieron sus propiedades por cuatro pesetas a una inmobiliaria que también le ofreció comprar su casa, cosa que él no aceptó. Sin embargo, la inmobiliaria empezó a hostilizarlo, haciendo que "casualmente" cayeran multitud de desechos a su patio interior, generando ruido a todas horas, e incluso derrumbando la pared separadora (también "por un descuido") y reemplazándola por un conjunto de tablas viejas. Mi amigo se quejó ante la municipalidad, pero evidentemente sus reclamos no fueron escuchados y tuvo que ceder y vender su gran casa a la inmobiliaria, mudándose a un departamento de la misma, pésimamente construido y donde incluso ha tenido que afrontar una inundación porque las tuberías de agua son de pésima calidad y fueron colocadas contra el tiempo.
Pero dicen que vivir en un departamento "te da libertad e independencia", y así te lo venden en la publicidad de las grandes inmobiliarias que parasitan nuestras calles.
Vayamos al factor humano: pienso que la proliferación de edificios-ratonera es otro signo del individualismo que cada vez afecta a más y más citadinos, especialmente jóvenes. Son muchos los que, teniendo una gran casa familiar con posibilidad de construir nuevas habitaciones, se dejan guiar por un errado concepto de "libertad e independencia" importado de la sociedad de consumo estadounidense, o por frases cojudas al estilo "el casado, casa quiere" y compran el departamento más barato, mal construido y ridículamente pequeño que puedan encontrar. Todo con tal de sentirse "libres y dueños de sus destinos", pero claro, pasan de depender de la opinión familiar a depender de la opinión de la junta de propietarios, que será quien castre tus reuniones sociales, tus posibilidades de traer mascotas, etc, con la excusa de "la convivencia". Porque ha de ser difícil malvivir con multitud de desconocidos estresados en cualquiera de esos gallineros verticales, no lo dudo.
Por eso, envidio sanamente y me gusta visitar a Honorio, viejo amigo de mi tío que vive a las afueras de la ciudad, en una casa antigua, y que cultiva en su jardín las plantas más insospechadas. Tiene papaya, algodón, buganvilla, albaricoque, sachapapa, uva, cactus San Pedro, e incluso lechero africano, también conocido como la planta de la vida por haber fundadas pruebas de que podría curar el cáncer. Por las paredes revolotean arañas de desierto, hormigas y escarabajos; y cuando riega las plantas, el olor a tierra mojada es francamente relajante.
Si vivir en cajitas de 50 m2 es "la modernidad" y habitar en casas de tamaño decente es un anacronismo ¡que me la chupen bien fuerte y disfruten sus ratoneras, tarados!
Y que vivan los jardines, nuestra pequeña puerta de conexión con esa naturaleza de la que formamos parte, pero muchas veces olvidamos (y que quienes dominan el mundo se empeñan en hacer que olvidemos, para deshumanizarnos e insensibilizarnos).